Llevaba un rato mirando sin ver nada.
La espalda rígida, la respiración acelerada. Estaba ansiosa.
Sentada frente al televisor se le iban los ojos hacia el reloj de la chimenea, con sus hojas de metal y su color verde carruaje. Estaba ansiosa.
Estaba ansiosa porque apenas faltaban ya un par de horas para el momento que ella llamaba para sí “la ocasión”. No resulta solemne, pensó más adelante, cuando quiso dotar de perspectiva heroica al momento, a su “ocasión”.
Esa tarde se cumplía exactamente el plazo que comenzó cinco meses atrás, cuando decidió que iba a quitarse la vida.
La espalda rígida, la respiración acelerada. Estaba ansiosa.
Sentada frente al televisor se le iban los ojos hacia el reloj de la chimenea, con sus hojas de metal y su color verde carruaje. Estaba ansiosa.
Estaba ansiosa porque apenas faltaban ya un par de horas para el momento que ella llamaba para sí “la ocasión”. No resulta solemne, pensó más adelante, cuando quiso dotar de perspectiva heroica al momento, a su “ocasión”.
Esa tarde se cumplía exactamente el plazo que comenzó cinco meses atrás, cuando decidió que iba a quitarse la vida.
El plan, porque había trazado todo un elaborado plan, comenzaría por no precipitarse. Nada de exageraciones ni improvisaciones de última hora.
A ella le gustaba, aunque jamás lo aparentó, controlar cada uno de los aspectos de su vida, hasta la variable más remota. No es que le gustara porque disfrutara con ello, sino que era algo casi obsesivo. Era pura necesidad de control.
Al principio debía trazar unos objetivos, por supuesto.
Aunque el fin último fuera poner punto a su existencia voluntariamente, debía tener claro los motivos de tal decisión y, sobre todo, ser capaz de comprenderlos para hacérselos entender con sus actos a los demás. No le gustaba hablar demasiado, por cierto. Aún así, sacar en una conversación sobre el tiempo o los exámenes los mejores métodos para el suicidio no es que fuera precisamente habitual.
Antes de esos cinco meses llevaba otros tantos sin saber muy bien el porqué de la angustia cada mañana sólo con el hecho de sacar los pies de la cama y no veía la hora de volverlos a subir. Apenas hablaba con nadie, solo lo necesario y no siempre lo justo: no eran pocos los que se daban cuenta de su pesar e intentaban acercársele. Cada uno de estos bienaventurados santurrones se daba pronto por vencido tras la tercera o cuarta réplica por su parte.
No hablaba con nadie porque no tenía nada que decirle a nadie.
Sencillamente se trataba de eso. Había sido objetiva: la vida era un regalo para andar viviendola como lo estaba haciendo ella. No es que no lo mereciera, es que ya había vivido todo lo que necesitaba. Sencillamente eso.
No se trataba de él, aquel novio que antiguas amigas comentaban que la había dejado. No se trataba de nada de eso. No señor. Si algo tenía ella intacto era su orgullo.
Y si a ese orgullo le sumamos el gusto por la literatura romántica del desgraciado Goethe además de cierto respeto por las buenas maneras y la educación y un gusto por la estética muy cultivado bien podemos encontrar una educada y refinada suicida.
No le gustaba la palabra suicidio para “la ocasión”. Tenía cinco meses por delante para decidir una buena manera de dejar este mundo. Algo digno, hasta bonito.
Se removía en el sofá. Había esperado cinco meses y ahora no entendía porqué demonios debía respetar la hora fijada. Respiró hondo. Contó hasta diez. Mejor así. No vayamos a arruinar el trabajo de tanto tiempo.
Había repasado todas las formas de homicidio voluntario que una mente de diecisiete años puede contar en media hora: una cuerda, un tubo de escape. Ideas que le resultaban grotescas, muy poco cuidadosas. Ella no quería que cualquiera pensara que se había tratado de un acto para llamar la atención. Eso era de cobardes exhibicionistas. Debía ser algo tranquilo y poco ruidoso. Algo que a primera vista destilara humildad, serenidad y hasta cierto respeto para los primeros espectadores. Pronto pensó en un cóctel psicotrópico. Pastillas había muchas en casa. Pero no le gustaba el matiz de drogodependencia. Ella pensaba salir del mundo tan limpia como había entrado. Y casi con esa misma idea lo encontró: un pequeño cortecito, calida y secreta sangre y un dulce sueño. Cortaría su piel blanca casi enfermiza y dejaría escapar la sangre de sus venas con un bonito y tranquilo contraste. Acababa de encontrar la metodología para “la ocasión”.
Hasta que llegó a ese momento había invertido poco más de un mes. El resto del tiempo lo tendría para ubicar el escenario: uno de los viajes de sus padres al extranjero pintaba perfecto. Un juego nuevo de cuchillas limpias que ella misma compró. Hasta un camisón de tirantes en color blanco y aunque dudaba del efecto, había algo en él que dotaba el escenario en su cabeza de un cariz onírico muy propio de los cuentos de luna llena del bueno de Bécquer.
Y luego, a esperar.
Mientras tanto, tener tan claro un proyecto la había alegrado a los ojos de los demás. Alguien incluso había conseguido sacarle alguna sonrisa, algunos apuntes, alguna muestra de que empezaba a superar lo del novio aquel. Por poco y dejan de hablarle. Menos mal que ha recobrado el sentido, decían a su espalda.
Miraba ahora fijamente el dorado péndulo del dichoso reloj. Llevaba el camisón puesto, recogido el pelo en un moño que dejaba caer un par de mechones rubios sobre su espalda. Nunca fue fea. Nunca le preocupó.
Aunque nerviosa, estaba pletórica. Se sentía orgullosa de haber llegado tan lejos en algo que sabía que estaba mal y no por lo que dictaban las doctrinas morales. Había sido capaz de racionalizar el sufrimiento que sabía estaba a punto de infligir en su núcleo familiar. Les había escrito una carta con unas palabras para cada uno así como unas breves directrices de qué hacer con sus pertenencias y a quién avisar para su velatorio. Hasta el más remoto detalle.
Tan orgullosa estaba que guardó la carta y se puso de pie. Si había llegado hasta allí, tenía derecho a adelantar una hora aquel estúpido reloj.
Cerrada la casa y apagadas las luces, prendió un viejo candil y se fue hacia el baño. Todo estaba dispuesto y en su sitio. Muchas más velas prendían de intima oscuridad los bordes de la bañera. Los pies descalzos se detuvieron, cuidadosos, ante su altar. Era realmente hermoso. Un gran espejo reflejaba su silueta bellísima envuelta en la seda blanca y anaranjada que danzaba con las pequeñas llamas. Parecían un coro de almas que se habían vestido de gala para “la ocasión” y que aplaudían ante la gran diva que estaba a punto comenzar a cantar las mejores notas jamás escuchadas.
Sonrió. Se había olvidado de sacar de escena un par de manidos comics que, tan familiares resultaban, eran vistos sin reparar en ellos. No los apartó. Aquel tipo de las gafas había formado parte de su vida tanto o más que cualquier otra cosa. Ciertamente rompían la estética, pero el calor que le había proporcionado aquel instante hacía merecedor al protagonista de ser único testigo de su partida.
Dejó cuidadosamente el pequeño candil a un lado de la bañera y tan despacio como pudo, se metió en la bañera y lo hizo. Nuevamente orgullosa. Había temido que, llegado el momento, el dichoso instinto de supervivencia hiciera que el miedo deshilachara la piel de su pequeña muñeca y el resultado fuera inconcluyente a la par que desagradable. Nada más lejos. Un único corte limpio, profundo y tranquilo. Perfecto. Todo había salido tal y como había decidido. El último acto había comenzado y sería perfecto. No quiso moverse mucho para que los surcos de su sangre no se desproporcionaran con el blanco del camisón, ahora ya un poco menos blanco. Miraba, tranquila, a su alrededor. Olía al perfume de su madre. La forma más bella de irse: oliendo a su madre y envuelta en sangre, tal como llegó. Tropezó nuevamente con el morador de sus cómics y pensó en él, pensó en su fracaso y, como queriendo consolarle por ser la única persona a la que él no había podido salvar, comenzó a susurrarle una nana. Una cancioncilla que acudía siempre a su garganta desde que tenía uso de razón y que siempre había servido para calmar el dolor del alma. Ella ya no sabía de dolor pero se compadecía de un personaje de papel y le cantaba una nana para que se sintiera mejor.
Y así llegó el final. Su piel blanca, un par de suspiros, cerrados los ojos y el eco de una vieja y dulce nana que resultó perfecta para “la ocasión”.
A ella le gustaba, aunque jamás lo aparentó, controlar cada uno de los aspectos de su vida, hasta la variable más remota. No es que le gustara porque disfrutara con ello, sino que era algo casi obsesivo. Era pura necesidad de control.
Al principio debía trazar unos objetivos, por supuesto.
Aunque el fin último fuera poner punto a su existencia voluntariamente, debía tener claro los motivos de tal decisión y, sobre todo, ser capaz de comprenderlos para hacérselos entender con sus actos a los demás. No le gustaba hablar demasiado, por cierto. Aún así, sacar en una conversación sobre el tiempo o los exámenes los mejores métodos para el suicidio no es que fuera precisamente habitual.
Antes de esos cinco meses llevaba otros tantos sin saber muy bien el porqué de la angustia cada mañana sólo con el hecho de sacar los pies de la cama y no veía la hora de volverlos a subir. Apenas hablaba con nadie, solo lo necesario y no siempre lo justo: no eran pocos los que se daban cuenta de su pesar e intentaban acercársele. Cada uno de estos bienaventurados santurrones se daba pronto por vencido tras la tercera o cuarta réplica por su parte.
No hablaba con nadie porque no tenía nada que decirle a nadie.
Sencillamente se trataba de eso. Había sido objetiva: la vida era un regalo para andar viviendola como lo estaba haciendo ella. No es que no lo mereciera, es que ya había vivido todo lo que necesitaba. Sencillamente eso.
No se trataba de él, aquel novio que antiguas amigas comentaban que la había dejado. No se trataba de nada de eso. No señor. Si algo tenía ella intacto era su orgullo.
Y si a ese orgullo le sumamos el gusto por la literatura romántica del desgraciado Goethe además de cierto respeto por las buenas maneras y la educación y un gusto por la estética muy cultivado bien podemos encontrar una educada y refinada suicida.
No le gustaba la palabra suicidio para “la ocasión”. Tenía cinco meses por delante para decidir una buena manera de dejar este mundo. Algo digno, hasta bonito.
Se removía en el sofá. Había esperado cinco meses y ahora no entendía porqué demonios debía respetar la hora fijada. Respiró hondo. Contó hasta diez. Mejor así. No vayamos a arruinar el trabajo de tanto tiempo.
Había repasado todas las formas de homicidio voluntario que una mente de diecisiete años puede contar en media hora: una cuerda, un tubo de escape. Ideas que le resultaban grotescas, muy poco cuidadosas. Ella no quería que cualquiera pensara que se había tratado de un acto para llamar la atención. Eso era de cobardes exhibicionistas. Debía ser algo tranquilo y poco ruidoso. Algo que a primera vista destilara humildad, serenidad y hasta cierto respeto para los primeros espectadores. Pronto pensó en un cóctel psicotrópico. Pastillas había muchas en casa. Pero no le gustaba el matiz de drogodependencia. Ella pensaba salir del mundo tan limpia como había entrado. Y casi con esa misma idea lo encontró: un pequeño cortecito, calida y secreta sangre y un dulce sueño. Cortaría su piel blanca casi enfermiza y dejaría escapar la sangre de sus venas con un bonito y tranquilo contraste. Acababa de encontrar la metodología para “la ocasión”.
Hasta que llegó a ese momento había invertido poco más de un mes. El resto del tiempo lo tendría para ubicar el escenario: uno de los viajes de sus padres al extranjero pintaba perfecto. Un juego nuevo de cuchillas limpias que ella misma compró. Hasta un camisón de tirantes en color blanco y aunque dudaba del efecto, había algo en él que dotaba el escenario en su cabeza de un cariz onírico muy propio de los cuentos de luna llena del bueno de Bécquer.
Y luego, a esperar.
Mientras tanto, tener tan claro un proyecto la había alegrado a los ojos de los demás. Alguien incluso había conseguido sacarle alguna sonrisa, algunos apuntes, alguna muestra de que empezaba a superar lo del novio aquel. Por poco y dejan de hablarle. Menos mal que ha recobrado el sentido, decían a su espalda.
Miraba ahora fijamente el dorado péndulo del dichoso reloj. Llevaba el camisón puesto, recogido el pelo en un moño que dejaba caer un par de mechones rubios sobre su espalda. Nunca fue fea. Nunca le preocupó.
Aunque nerviosa, estaba pletórica. Se sentía orgullosa de haber llegado tan lejos en algo que sabía que estaba mal y no por lo que dictaban las doctrinas morales. Había sido capaz de racionalizar el sufrimiento que sabía estaba a punto de infligir en su núcleo familiar. Les había escrito una carta con unas palabras para cada uno así como unas breves directrices de qué hacer con sus pertenencias y a quién avisar para su velatorio. Hasta el más remoto detalle.
Tan orgullosa estaba que guardó la carta y se puso de pie. Si había llegado hasta allí, tenía derecho a adelantar una hora aquel estúpido reloj.
Cerrada la casa y apagadas las luces, prendió un viejo candil y se fue hacia el baño. Todo estaba dispuesto y en su sitio. Muchas más velas prendían de intima oscuridad los bordes de la bañera. Los pies descalzos se detuvieron, cuidadosos, ante su altar. Era realmente hermoso. Un gran espejo reflejaba su silueta bellísima envuelta en la seda blanca y anaranjada que danzaba con las pequeñas llamas. Parecían un coro de almas que se habían vestido de gala para “la ocasión” y que aplaudían ante la gran diva que estaba a punto comenzar a cantar las mejores notas jamás escuchadas.
Sonrió. Se había olvidado de sacar de escena un par de manidos comics que, tan familiares resultaban, eran vistos sin reparar en ellos. No los apartó. Aquel tipo de las gafas había formado parte de su vida tanto o más que cualquier otra cosa. Ciertamente rompían la estética, pero el calor que le había proporcionado aquel instante hacía merecedor al protagonista de ser único testigo de su partida.
Dejó cuidadosamente el pequeño candil a un lado de la bañera y tan despacio como pudo, se metió en la bañera y lo hizo. Nuevamente orgullosa. Había temido que, llegado el momento, el dichoso instinto de supervivencia hiciera que el miedo deshilachara la piel de su pequeña muñeca y el resultado fuera inconcluyente a la par que desagradable. Nada más lejos. Un único corte limpio, profundo y tranquilo. Perfecto. Todo había salido tal y como había decidido. El último acto había comenzado y sería perfecto. No quiso moverse mucho para que los surcos de su sangre no se desproporcionaran con el blanco del camisón, ahora ya un poco menos blanco. Miraba, tranquila, a su alrededor. Olía al perfume de su madre. La forma más bella de irse: oliendo a su madre y envuelta en sangre, tal como llegó. Tropezó nuevamente con el morador de sus cómics y pensó en él, pensó en su fracaso y, como queriendo consolarle por ser la única persona a la que él no había podido salvar, comenzó a susurrarle una nana. Una cancioncilla que acudía siempre a su garganta desde que tenía uso de razón y que siempre había servido para calmar el dolor del alma. Ella ya no sabía de dolor pero se compadecía de un personaje de papel y le cantaba una nana para que se sintiera mejor.
Y así llegó el final. Su piel blanca, un par de suspiros, cerrados los ojos y el eco de una vieja y dulce nana que resultó perfecta para “la ocasión”.
Etiquetas: Literatura
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Qué bonito todo, aunque hoy no sea bonito.
Un (V)eso