Un resollido ajeno me despierta.
Boca bajo, una recién descubierta humedad me inspira cierto asco. No puedo calcular cuán aprensiva soy si me asquea mi propia baba.
Levanto la cara de la almohada.
Calor, un repentino calor que me sulfura y me ahoga y me empuja a quitarme a empellones cualquier cosa que aún permanezca pegada a mi cuerpo. Desnudo, parece. Si.
- Humpff.. ¿qué... qué te pasa?
- Vete. Necesito descansar y no quiero tener que decirte que estas estorbándome.
Me responde airado: malos modos, sacudidas de ropa maltratada, dos vete a la mierda y un portazo.
Qué alivio. Durante treinta segundos me pregunto si debería sentirme ofendida. La propia duda me inspira un suspiro liberador. Ciertamente me estaba estorbando.
Me levanto y los tres pasos que me llevan al baño vienen narrados por mis brazos entorno a mi pecho. No es la pudicia quién me inspira sino la ley de la gravedad.
Una ducha sin recreo y el camisón que hace las veces de toalla me devuelven, pletórica, a las asperas y frías sábanas del hotel.
Siempre sentí un gran amor hacia los hoteles, siempre me evocaron la idea de un purgatorio redentor en el centro de cien infiernos, un rincón al que llamar mío tan desconocido como familiar cada uno de ellos. Me pregunto, divertida, si no sera todo una serie de excusas, si empieza ahora mi verdadera sesión de amor incondicional y mientras repaso los amantes detalles de infinitas habitaciones idénticas, caigo en el más placentero de los sueños con la última mirada puesta sobre un zapato rojo de tacón.
Etiquetas: Red Shoe Diaries, Relato
Me ha encantado ese sentimiento de hacer lo que te plasca, por el hecho de hacerlo.
Todos tenemos el derecho de aventar a un costado de nuestras camas a quienes queramos, no es así?