Corría el año 1999.
En uno de esos viajes improvisados e inoportunos a los que mis padres me tienen acostumbrada desde mi lecho uterino acabé pisando por segunda vez las costas de Pontevedra.
Aquella segunda visita a tierras gallegas me llevaron a profundizar más en una de sus mejores ciudades, Cambados. Y con ella, sus cercanas a las Rias Baixas. Curiosamente yo me alojaba en una casa alquilada de una aldea apodada "Couto DaBaixo", apenas cinco casas de tejados de pizarra y musgo por paredes. Fue allí, en una de esas pocas casas, cuando una noche descubrí una tasca, por llamarla de alguna manera.
Una pequeña sala de estar con los suelos lo bastante desvencijados para no saber a ciencia cierta el material del que estaban hechos. Una sala oscura, con mesas y sillas estilos años 50 de madera vieja ennegrecida por los años de vicio más o menos continuado y por supuesto, una barra. Una barra tan basta y envejecida como la señora que apoyaba su codo tras ella.
Yo acabé en ese bar por casualidad. Iba huyendo, como casi siempre. Huyendo de una cena familiar que se celebraba en la casa de al lado, de esas llenas de vino, jamón y marisco torpemente devorado.
Me refugié timida allí asomando la cabeza por la puerta de madera verde y ajada por la humedad, sin saber ciertamente si podía no solo por lo desconocido sino por el fuerte olor a bodega maltrecha.
Y aquella señora me saludo en un gallego tan cerrado que casi no podía ni entenderla.
-¿Te perdiste? -creo que fue lo primero que me dijo.
-Eso espero. -Creo que fue lo primero que le contesté.
La señora me sonrío desde la oscuridad de los tubos fluorescentes. Era mucho más joven de lo que parecía. Recias muñecas, manos amarillentas que sujetaban una balleta contra el marmol barato de la barra. Las arrugas de sus ojos y boca me decían una cosa y las primeras canas de su pelo corto oscuro me decían otra. Una antigua madre cualquiera. Una resignada abuela joven. Me invitó -creo- a sentarme frente a ella, en un taburete de asiento roto pero el más respetable de todo el local y puso frente a mi dos cañas y un plato veintegenario no demasiado limpio de cacahuetes.
Lo que siguió fue una puesta en común poco común de historias. La mia: la de una niña murciana de mil kilometros más al sur de esas que no saben donde tienen el norte. La suya: una madre de familia cuyo marido, Tino, no pasaba más allá de estar borracho y unas hijas embarazadísimas y demasiado trabajadoras y amantes de sus esposos como para darse cuenta de que estos las explotan. Pero se sentía muy afortunada y feliz. Adoraba a su marido, pese a no ser más que un borracho acabado y gandul. Adoraba a sus hijas y a sus yernos. Adoraba su tierra. Me contó historias de gente que habia pasado por ese bar, gente más o menos importante, conocida a su manera. Un bar que no recuerdo que tuviera nombre, por cierto. Ni siquiera que fuera propiamente un bar.
Apenas me acuerdo de algo más aparte del ambiente oscuro y aire agotado, nada más aparte de la sonrisa amarga y sincera de aquella mujer, Irene.
Y lo único que conservo es un pequeño amuleto, una baratija de mercadillo bien mirada con la forma de una espiral que llevaba acompañada una cuerdecilla negra y vieja.
-¿Sabes qué significa? Esa espiral es una runa celta -cierto, pues en todo cambados se podían ver varios dibujos repetidos por todas partes, incluida esa espiral-. Simboliza la vuelta al inicio. El nuevo comienzo tras el final. "El Eterno Retorno" de Nietzsche, dije para mi, que no para ella.
Mi sobreexceso de modestia me obligó a intentar rechazar ese regalo -no dejaba de ser una oferta de un desconocido y mi moral adquirida estaba ahi para recordarmelo- e incluso, viendo la negativa testaruda de la gallega, a pagarlo junto con la cerveza y las abellanas.
No me lo permitió. Pero me dió una especie de consejo/buenaventura (reproduzco tal cual me acuerdo, no es exacto pero es fiel):
-Ojala esto te traiga la misma suerte que he tenido yo y encuentres un marido tan bueno como el mío.
Años despues no he vuelto a Galicia pero se me quedó en algun lugar del que no he podido sacarla. Tampoco he vuelto a saber de aquel pueblo, Couto DaBaixo y mucho menos de Irene y Tino.
A la vuelta de mi viaje conocí a varios Tinos. Siempre pensando que el de esa ocasión era la promesa de la vieja Irene para mi futuro. Pero nunca lo ha sido. Años más tarde he dejado de personalizar aquella promesa
Pese a todo, nunca he dejado de llevar esa espiral en el cuello, a veces se caía unos meses o unas semanas, pero siempre, incluso ahora. Siempre me ha traido suerte. Claro que, años despues, no solo llevo esa espiral, tambien llevo el anillo que con 8 años diseñé con la ayuda de mi tia orfebre, un collar de brezo y cuentas de Rio de Janeiro, un colgande de coral negro de CienFuegos...
Y años despues sigo recordando la suerte y felicidad de la desdichada Irene, en su tasca oscura de madera verde y humedad. Optimismo puro en la desgracia y cuando toco los surcos de esta espiral, no puedo hacer otra cosa que reirme y alegrarme de mi suerte.
Despues de todo, Irene si que me regaló algo.
jur jur
Esto si que me mola, me mola mucho, acabo de terminar mi "pograma" y me encuentro con esto.
No paro de sonreir mirando la pantalla.Muchas gracias por este blog, asi puedo tenerte mas cerca y leer tus pensamientos que siempre me han atraido.
He leido un par de post y me encantan.
Un abraaaazo chimo